Hace un día radiante de sol en una primavera que se ha hecho esperar. Todo el campo gallego está espléndidamente adornado de flores amarillas.La señora Elvira pasea entre ellas, rememorando el famoso cuadro de Monet, solo que en vez de llevar al hombro una sombrilla pasea con una azada. Su intención es la de enseñarnos los rincones de sus dominios y las esquinas de su universo de agua que fluye, y de tierra bien nutrida.Ayer fue su cumpleaños y, para celebrarlo, se regaló una visita a la peluquería y un paseo hasta el final del camino que lleva al río.Un día cualquiera ella lo entretiene en remover la tierra de la huerta, atar los manojos de grelos para que su hija lleve al mercado en ir con ella acompañándola a Santiago al puesto que tiene allí en la plaza o bien, en llevar el coche al taller para hacer la revisión.“A mí lo que me gusta es estar fuera de casa. Dentro, nada de nada. Cuando mis hijos eran pequeños, no me quedaba otra. Ahora mi hija se encarga de todo eso y yo de lo que sea, pero estando por el campo. Me da igual que llueva o haga frío. Moviéndose, no se nota”.Pisa los caminos alfombrados de hierba verde con sus zapatos. Esta mujer menuda tiene el aire y la confianza de una dama andando por los mejores escenarios.Tuvo 6 hijos, a los que mimó haciendo de madre y supliendo al padre que estaba en Holanda emigrado. A todos quiere y todos le quieren porque su sonrisa es contagiosa bajo su mirada viva y limpia. Una sombra aparece en ellos cuando recuerda a su marido, fallecido prematuramente.Nos despide Elvira cuando el sol aprieta, con la mano levantada y un pañuelo de flores amarillo que se ha puesto en la cabeza.